Cuando la democracia está infiltrada por la cultura militar, decae y muere. Para esta cultura, que sólo sabe mandar, necesita acumular todos los poderes que le autoriza el legislativo, el judicial, el electorado, el ejecutivo.
La celebración el próximo 23 de enero de un nuevo aniversario de la caída de la dictadura de Pérez Jiménez debe ser una decisión resuelta de trabajar por la restauración de la democracia, que es más que un régimen oficial, una forma de vida. Se basa en la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, que se unen para vivir bien y apoyarse mutuamente, y nunca en la coacción. De ahí la importancia de que los distintos poderes sean autónomos e independientes para controlar el impuesto o incluso las tentaciones dictatoriales del ejecutivo, porque como se ha dicho una y otra vez, “El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Los valores de la democracia son el respeto, el diálogo, la tolerancia, la discusión, ya que se considera la diversidad como expresión de la verdadera convivencia.
La democracia debe garantizar los derechos fundamentales de todos; Se refiere a la igualdad de oportunidades de seguridad, educación, vivienda, salud y la capacidad de pensar y expresarse libremente y sin miedo. Es triste hoy ver cómo se sigue utilizando la amenaza, la manipulación y la miseria de las personas para mantenerse en el poder. No importan las personas y sus necesidades: importa el poder. Pero el poder, especialmente el poder absoluto, engendra soberbia y miopía: lo que debería ser un medio se convierte en un fin: permanecer en el poder.
Todas las encuestas confirman que el gobierno es rechazado por una amplia mayoría y se mantiene con el apoyo de los altos mandos militares, que imponen su mentalidad. El ejército está entrenado para dar y obedecer órdenes. En su estructura piramidal, el de arriba manda y el de abajo obedece. La crítica del orden se considera falta de disciplina o delito. Por eso, el mundo militar favorece la lealtad y pensar con la cabeza es peligroso. Los militares están entrenados para ver la realidad de manera maniquea: héroe o traidor, patriota o apátrida, revolucionario o agente del imperio. En los duelos no hay oponentes, solo enemigos a los que derrotar. Todo (recursos, planes, métodos) está encaminado a ganar la guerra o la guerra (no en vano, la palabra estrategia de su origen griego significa “el arte de ganar la guerra”) y todo está permitido para conseguir este objetivo. El último significa justo. De ahí que a menudo se diga que en todas las guerras las primeras víctimas suelen ser las verdaderas y los vencedores reescriben la historia a su favor.
Cuando la democracia está infiltrada por la cultura militar, decae y muere. Para esta cultura, que sólo sabe mandar, necesita acumular todos los poderes que le autoriza el legislativo, el judicial, el electorado, el ejecutivo. Los rangos se otorgan a aquellos que obedecen fielmente las órdenes. Atreverse a objetar equivale a caer en desgracia y perder rango. Por supuesto, la oposición se convierte en el enemigo y toda la estrategia se orienta a ganar las elecciones, o impedirlas si resulta que el resultado no les será favorable. El lenguaje democrático está atravesado por una retórica épica que relata batallas y derrotas, patrullas, emboscadas, primeros guerreros, guerras económicas y gestas del pasado para dejar claro que quienes nos gobiernan son los nuevos libertadores, los hijos de. Los patriotas que nos trajeron la libertad y la libertad, a pesar de que cada día somos más dependientes y menos independientes.
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